El Partido Popular de Gijón vuelve a los juzgados tras su último congreso celebrado en febrero de 2024, en el que Andrés Ruiz fue elegido presidente local frente a José Manuel del Pino. Un grupo de afiliados ha presentado una demanda judicial por presuntas irregularidades durante el proceso, concretamente por haber permitido a Ruiz modificar su lista de vocales cuatro horas antes del cierre tras detectarse que uno de sus integrantes, Adrián Carneado, había participado en otro congreso reciente en Villaviciosa, algo prohibido por las normas internas del partido.
Los denunciantes consideran que esta decisión fue una “derogación a la carta” de los estatutos, favoreciendo al candidato ganador, y aseguran que ni el comité autonómico ni el nacional del PP atendieron sus reclamaciones, lo que los llevó finalmente a acudir a los tribunales.
Este nuevo conflicto confirma la reincidencia del PP de Gijón en acabar en los juzgados cada vez que celebra su congreso local.
· En el año 2015, el juez Luis Roda anuló un congreso anterior en el que David González Medina se había impuesto a Ignacio Riestra, obligando a repetirlo.
· Posteriormente, la victoria de Mariano Marín también fue recurrida judicialmente por exediles, que obtuvieron la razón en primera instancia.
· Marín fue finalmente ratificado y presidió el PP gijonés hasta 2021, cuando se enfrentó con su sucesor Pablo González.
Por tanto, el congreso de 2024 se convierte en el tercero consecutivo del PP de Gijón que acaba judicializado, manteniendo una “tradición” de conflictos internos y recursos ante los tribunales cada vez que se celebra una cita congresual.
Foto: tres sicarios de la anti democracia dentro del PP: Álvaro Queipo, Núñez Feijóo y Alfredo Canteli
El PP de Asturias que preside el sicario del “bellotari” Tellado, Álvaro Queipo, ha respondido negando las acusaciones y asegurando que el congreso se desarrolló con plena legalidad, transparencia y respeto a los estatutos, afirmando además que no se presentó ninguna impugnación formal en los plazos establecidos https://tinyurl.com/bddy4772 https://tinyurl.com/apwpekw8
Efectivamente, cabe preguntarse si es mera casualidad o un patrón estructural dentro del Partido Popular de Gijón —y, por extensión, del PP asturiano— que cada congreso local acabe en los tribunales. La reiteración de conflictos judiciales internos sugiere una cultura política marcada por la división y la falta de consenso, más que por la competencia democrática ordenada.
El hecho de que, hasta hace poco, el partido designara a sus candidatos mediante el llamado “dedazo”, es decir, a dedo desde las direcciones regional o nacional, podría explicar en parte esta situación:
· Ese sistema generó hábitos de imposición jerárquica, escasa transparencia y desconfianza entre las bases y las cúpulas.
· Cuando posteriormente se instauran procesos “abiertos” o “democráticos”, afloran tensiones internas acumuladas durante años, así como recelo hacia las reglas y los procedimientos, que muchos perciben como manipulables o injustos.
Por tanto, más que una coincidencia, lo que se observa en el PP de Gijón parece ser una consecuencia lógica de un modelo político heredado, donde las decisiones internas no siempre se han regido por la participación real, sino por equilibrios de poder y designaciones controladas desde arriba.
En resumen: la reincidencia judicial no parece casual, sino el reflejo de una estructura interna que aún arrastra prácticas autoritarias, pese a su intento de proyectar una imagen de renovación y democracia interna.
Pero lo sucedido en Gijón nada nos tiene que extrañar a los asturianos y gijoneses, cuando el hoy presidente del PP, Alberto Núñez Feijóo, fue elegido presidente nacional por el sistema de compromisarios, no por voto directo de todos los militantes.
El proceso se desarrolló en dos fases, siguiendo los estatutos del PP:
Primarias internas: los militantes con derecho a voto (aquellos al corriente de pago de cuotas) podían votar directamente a los precandidatos. En esta fase, Feijóo fue el único aspirante que reunió los avales necesarios y obtuvo un respaldo mayoritario, por lo que no hubo competencia real.
Congreso nacional (abril de 2022): la elección formal la realizaron los compromisarios, es decir, delegados elegidos por las organizaciones territoriales del partido, que votaron su candidatura en el congreso extraordinario celebrado en Sevilla.
En general, puede decirse que la derecha española no ha destacado por fomentar mecanismos de democracia interna o participativa, sino más bien por mantener estructuras jerárquicas, cerradas y muy controladas desde arriba. Algunos rasgos que suelen señalarse en este sentido son:
· Concentración del poder en las cúpulas: las decisiones clave (como designaciones de candidatos, listas electorales o pactos internos) han estado tradicionalmente en manos de pequeños círculos de dirigentes, más que de la militancia.
· Cultura política heredada del centralismo: tanto el PP como sus predecesores en la derecha posfranquista (AP, UCD en parte) arrastran una visión jerárquica del liderazgo, donde la autoridad se respeta más que se cuestiona.
· Procesos internos poco competitivos: aunque formalmente existen primarias, suelen ser procesos sin rival real, diseñados para ratificar al candidato de consenso (como Feijóo, Casado tras Rajoy, o incluso Rajoy tras Aznar).
· “Derecho de pernada” político:, una metáfora para describir el poder discrecional que ciertas élites dentro del partido se atribuyen para decidir “quién sube y quién no”.
En contraste, la izquierda española (PSOE, Podemos, Sumar, etc.) ha experimentado mayor presión interna hacia la apertura y la votación directa, aunque tampoco esté exenta de prácticas similares.
En resumen, la derecha española ha mostrado una preferencia por la disciplina y la estabilidad interna antes que por la participación de base, y eso ha configurado una cultura política más vertical que democrática, donde la lealtad suele pesar más que la deliberación. En la derecha no hay militantes, lo que hay son fieles que votan por encima de todo a lo que representa esta derecha acartonada e instalada en la falacia y el engaño que todos los días nos muestra a los ciudadanos españoles, un buen ejemplo lo tenemos con el “rey” de dicha doctrina, Carlos Mazón, presidente de la Generalitat Valenciana… Con la bendición de Núñez Feijoo y sus palmeros.
En Asturias, el Partido Popular se ha caracterizado por desarrollar procesos internos de elección de sus cuadros marcados por la convulsión y las tensiones internas. A lo largo de las últimas décadas, la organización regional ha vivido continuos enfrentamientos entre distintas facciones, divisiones profundas y una recurrente judicialización de sus congresos, especialmente en plazas como Gijón, donde varios procesos han terminado en los tribunales por presuntas irregularidades.
Foto: Álvarez-Cascos el mentor de Núñez Feijóo
La historia del PP asturiano no puede entenderse sin mencionar a Francisco Álvarez-Cascos, una figura determinante que, tras décadas de liderazgo dentro del partido, protagonizó una ruptura traumática en 2011, cuando abandonó el PP para fundar Foro Asturias. Aquella escisión dejó al PP sumido en una profunda crisis interna, debilitando su estructura y generando una división duradera entre los sectores casquistas y los leales a la dirección nacional. Desde entonces, el partido no ha logrado recuperar plenamente la unidad ni la estabilidad política.
A ello se suma una cultura organizativa muy jerarquizada, heredera de años en los que las decisiones se tomaban desde las cúpulas, más por pactos de poder que por participación de las bases. Las luchas intestinas entre dirigentes como Mercedes Fernández (“Cherines”), Teresa Mallada y los actuales liderazgos de Álvaro Queipo han contribuido a mantener un clima de permanente tensión interna.
En conjunto, el PP asturiano ha mostrado una trayectoria donde la convulsión interna, las pugnas personales y la falta de cohesión han sido casi una constante, proyectando hacia el exterior la imagen de un partido más centrado en sus disputas internas que en la renovación y la participación democrática.
Foto: Núñez Feijóo y su discípulo Carlos Mazón
Con organizaciones tan jerarquizadas, donde la democracia interna parece más un señuelo que una práctica real, cabe preguntarse si los ciudadanos pueden sentirse tranquilos depositando su confianza en partidos de esta naturaleza. Cuando las estructuras internas de un partido se rigen por designaciones verticales, pactos cerrados y luchas de poder, en lugar de por la participación y el debate, se debilita no solo la credibilidad interna, sino también la legitimidad democrática de las decisiones que esas organizaciones adoptan.
Un partido que no practica la democracia en su seno difícilmente puede defenderla o garantizarla hacia fuera, una contradicción que pone en cuestión la coherencia entre los valores que se predican y los que realmente se ejercen. Si los liderazgos se imponen más que se eligen, y las reglas internas se interpretan según las conveniencias del momento, los ciudadanos tienen motivos fundados para dudar de la autenticidad democrática de quienes aspiran a gobernar en su nombre.
El Partido Popular es, en esencia, una organización atrapada en su propio inmovilismo, rehén de una estructura que privilegia la obediencia ciega sobre el pensamiento libre. Su ausencia de democracia interna no es una anomalía reciente, sino un rasgo estructural, cuidadosamente preservado por cacicatos internos que se perpetúan bajo el disfraz de una falsa renovación. Cada congreso, cada nombramiento, cada pugna por el control territorial revela la misma enfermedad: la del poder entendido como propiedad privada, no como servicio público.
Los caudillismos que anidan en el PP —desde los viejos barones regionales hasta los nuevos herederos del dedazo— han hecho de la política una cuota de poder, no un compromiso con los ciudadanos. Los líderes se suceden, pero la lógica permanece: controlar el aparato, blindar el cargo y acallar la disidencia. En su seno no florece el debate, sino la conveniencia; no hay militantes, sino fieles; no hay proyectos colectivos, sino ambiciones personales vestidas de ideología.
A todo ello se suma una larga y vergonzosa lista de condenas judiciales que han salpicado a la formación en todas sus escalas: corrupción, prevaricación, malversación de caudales públicos, financiación ilegal y tráfico de influencias. Desde la trama Gürtel hasta los casos Bárcenas, Lezo, Púnica, Palma Arena o Brugal, pasando por los desmanes urbanísticos y contratos amañados en comunidades y ayuntamientos gobernados por el PP, los tribunales han dictado sentencias firmes que desnudan la moral quebrada de un partido acostumbrado a confundir lo público con lo propio.
Sin embargo, tan preocupante como la conducta de sus dirigentes es la indulgencia de una parte del electorado, que sigue ungiendo con su voto a los mismos responsables de esa degradación institucional. La complicidad ciudadana por resignación o fanatismo ha permitido que muchos de esos cuadros, incluso tras ser condenados o investigados, vuelvan a ocupar cargos o sigan influyendo en las estructuras del poder político y económico. Esa normalización del abuso no solo perpetúa el problema: lo legitima.
El PP sigue siendo, en demasiados aspectos, un partido de señoritos y caciques, más preocupado por conservar la poltrona política que por merecer la confianza ciudadana. Su retórica regeneradora choca con la realidad de una maquinaria de poder que se alimenta de la opacidad y el clientelismo, sostenida por dirigentes que entienden el cargo público como privilegio, no como responsabilidad.
Mientras esa lógica continúe, cualquier apelación a la regeneración o a la democracia interna no será más que pura impostura, un espejismo destinado a mantener viva una estructura que funciona para sí misma y no para el país. Y en tanto los ciudadanos sigan premiando con su voto la corrupción que los empobrece y desprecia, la democracia española seguirá prisionera de quienes la usan como coartada para seguir saqueándola.
Ya lo dijo Tácito: “En un espíritu corrompido no cabe el honor”.



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